15 agosto 2012

La Asunción de María | La Puerta de Damasco

De La Puerta de Damasco , por Guillermo Juan Morado



La Asunción de Nuestra Señora. El premio de la gloria


Los primeros cristianos tenían conciencia viva de ser ciudadanos del cielo, donde nos aguarda Cristo. Esperaban la vida eterna. También nosotros, y todos los hombres, esperamos una vida que valga la pena: “una vida que es plenamente vida y por eso no está sometida a la muerte” (Benedicto XVI).


¿En qué consiste la gloria? ¿En qué consiste la vida eterna? En conocer y amar a Dios: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). La vida es conocimiento y relación. “Conocer” es algo más que tener noticia de un acontecimiento.


Conocer es, como enseña Benedicto XVI, “llegar a ser interiormente una

sola cosa con el otro”: “Conocer a Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de algún modo una sola cosa con él en virtud del conocer y del amar”.


Vivir de verdad es ser amigo de Jesús. La amistad con Él se expresa en toda la existencia: con la bondad del corazón, con la humildad, la mansedumbre y la misericordia, el amor por la justicia y la verdad, el empeño sincero y honesto por la paz y la reconciliación. “Éste, podríamos decir, es el «documento de identidad» que nos cualifica como sus auténticos «amigos»; éste es el «pasaporte» que nos permitirá entrar en la vida eterna”, explicaba el Papa Benedicto.


En la Santísima Virgen María vemos reflejada esta vida plena. Su conocimiento de Cristo, de su Hijo, es indisociablemente amor a Cristo y unión con Él. La Madre es la perfecta discípula, aquella que escucha su palabra, la conserva en su corazón y da fruto en la perseverancia.


El Cielo es la coronación del plan divino de la salvación. Cristo es la Puerta del Cielo y el premio de la gloria: “Mi vivir es Cristo”, dice San Pablo. María, con su fe, nos abrió la puerta de la vida eterna, el acceso a Jesucristo; a ese futuro, pregustado en la fe, que “ni el ojo vio, ni el oído oyó” (1 Cor 2,9).


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